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Lucía y su ilusión de colores

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Monólogo de precipicios

C onducir en la noche es extraviarse. Pero es casi poesía hacerlo con el mar a un lado, enigmático su brillo profundo, distractor del trayecto su reflejo; apetece detenerse, plantarle cara, llorarle para hundirse en él. El mar es para quererse morir ahogado porque morir así es siempre romántico, ya sea perdido en alcohol, pescando, lanzándose de un crucero, cediendo el corazón a tus manos que son olas bravas que me asaltan, me ahogan y me matan. Las olas y el amor son el postre más dulce para los suicidas. La noche es larga y despreocupada, parece que no hay baches ni huecos de oscuridad en las colonias que pasan a través de la ventana del auto. El alumbrado público es una línea recta que divide la carretera, causa desesperanza la suavidad con que se proyecta en el camino, como si antes y después de todas esas lámparas no existiera nada. Como si al terminarse su iluminación se agotara el mar, la ciudad, las ganas por mantener la cordura. Empieza la noche, todo el trayecto lo cubre co...

Historia de mi piel desahogada.

  La primera vez que me corté tenía once años y ningún problema, pero había visto una película sobre dos adolescentes que se rajaban la piel por diversión y yo quería vivir esa experiencia. Así que salí una tarde que mi madre dormía, con un par de moneditas apretadas debajo del puño. Atravesé la calle polvorienta, caminé una cuadra, un poco más allá estaba el bazar, provisto de navajas para afeitar, esas que siempre observaba con atención cuando acompañaba a mi hermana a comprar brillitos de labios y ella me cuestionaba que si qué miraba «Nada» respondía, desviando la vista de las afiladas hojas con las que ansiaba atravesarme la carne. Imaginé que las compraba, que corría a la casa para estrenarlas, para abrirlas como una muñeca e hincarlas sobre mis muñecas, pero los nervios me vencieron, detuve el paso, «¿y si no me las quieren vender?» pensé, mientras caminaba de vuelta. Arrastraba los pies, veía la tierra roja colorear el viento, la basurita que corría en el aire. Debajo d...

Ajena y oculta a tus ojos

  Estás sentado en la mesa de un bar, y yo te contemplo. Bebes tu cortado sin remordimientos, e inconforme, ordenas una cerveza oscura. Pedirías un puro si los vendieran (y si tuvieras idea de cómo fumarlo). En lugar de eso enciendes tabaco común. El largo Pall Mall se mece en tus dedos, y tras el breve humo que entreabre tu boca encuentro esas uñas almendradas que quisiera contornearan mis labios, empañarlas con el aliento hirviente que emano hacia ti. Dejas que el cigarro se consuma con el viento, das un trago a la cerveza. Haces una mueca intensa de disgusto, sabe suave suave, a vainilla pálida. Prefieres los sabores violentos que te amarguen la garganta. Apagas la punta del tabaco sobre un cenicero de cristal porque el humo no es denso, encapotado como prefieres. Quizá por eso no miras mis labios pequeños, titubeantes. Les falta textura, matices más drásticos de rojo para encantar a tus ojos cafés. La próxima vez te daré un beso con mi mirada febril, o mejor te lo doy dinámic...

Una marcha de luto y a corazón abierto.

La Plaza Cívica no fue escenario de una protesta culminada en violencia. Las cabezas doradas de Benito Juárez, Miguel Hidalgo y Venustiano Carranza amanecieron intactas: sin rasguños ni pintas de rabia e indignación que pudieran exhibir la descomposición de un país más allá de sus números rojos. Los letreros a las afueras de las instituciones de justicia y gobierno quedaron sin denuncias de tinta y fuego, tan “pulcros” como el sistema que los respalda. Nada en la ciudad sufrió estragos durante la marcha en conmemoración al Día Internacional de la Mujer. Tampoco sus puertas, letreros célebres, ni sus contados monumentos. Fue una ola calma de agua morada y espuma verde que empezó en el parque de la colonia Obrera, embraveció en la calle Primera y terminó frente a las tres cabezas, a las ocho y media de la noche. Fotografía de Yunuen Lizárraga.  Ensenada, B. C., 8 de marzo de 2020.                       ...

Mariana y su vagina

Un roce provoca que mi carne entreabierta humedezca el algodón que la cubre. Mariana, todavía una niña, me restriega sobre un borde suave a través de movimientos sutiles. Ahí, gracias a su curiosidad latente, conozco ligeramente el placer. Ella, llevada por la sensación agradable de la fricción, afanada después en apaciguar el cosquilleo que le incito, se complace con cualquier borde que la antoje. Un buen día dejo de ser acariciada, y con el pasar del tiempo ausente de placer, Mariana y yo nos olvidamos de las sensaciones, volviéndose éstas profundos recuerdos en la memoria de los sentires. Crecen sobre mí vellos chinos que me protegen del mundo y del aire, y me resguardan tras una cortina salvaje y natural. Pronto, de mi cielo se desprende la certeza de fertilidad: gotas de sangre espesa me llueven. Las expulso lento, al ritmo de los espasmos que Mariana experimenta aterrada. Siento el calor de su vientre adolorido, los escalofríos de miedo y frío tibio, de herida y desconcertada. El...

Mejor les habría sido el olvido.

Se conocieron desde niños. Ella tenía diez años y él nueve. Héctor, precoz conocedor de una docena de inexpertas bocas, le dio su primer beso a la curiosa Liliana frente al Civic 98 de su primo; que les echaba las luces altas en un fallido intento por cegarles la calentura. Cuando Héctor y su primo llevaban a la niña hasta su casa, los besucones se despedían entre miradas y sonrisitas de complicidad.  Entonces los dos morros se perdían entre la polvareda que dejaban a su paso, hacían donas en el antiguo arroyo del pueblo y explotaban con corridos alterados el estéreo modificado del pobre auto. Entretanto, Liliana escalaba el cerco para saltar por la ventana, azotar en la fría loseta de su alcoba y acostarse silenciosamente en su cama con dosel rosa en la que ya no se sentía niña En un pueblo en el que los niños pisaban el acelerador antes de alcanzarse a asomar por la ventana, y las niñas andaban de alborotadas en las tardes de fútbol con los de la secundaria, lo únic...