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Monólogo de precipicios



Conducir en la noche es extraviarse. Pero es casi poesía hacerlo con el mar a un lado, enigmático su brillo profundo, distractor del trayecto su reflejo; apetece detenerse, plantarle cara, llorarle para hundirse en él. El mar es para quererse morir ahogado porque morir así es siempre romántico, ya sea perdido en alcohol, pescando, lanzándose de un crucero, cediendo el corazón a tus manos que son olas bravas que me asaltan, me ahogan y me matan. Las olas y el amor son el postre más dulce para los suicidas.

La noche es larga y despreocupada, parece que no hay baches ni huecos de oscuridad en las colonias que pasan a través de la ventana del auto. El alumbrado público es una línea recta que divide la carretera, causa desesperanza la suavidad con que se proyecta en el camino, como si antes y después de todas esas lámparas no existiera nada. Como si al terminarse su iluminación se agotara el mar, la ciudad, las ganas por mantener la cordura. Empieza la noche, todo el trayecto lo cubre con sus sombras, lejos de los artificios y de las nociones de luz que permiten imaginar lo que me aguarda en el siguiente kilómetro.

Algo posee la oscuridad que todo lo mitiga, los pensamientos se mantienen en un estado de calma, no hay tiempo muerto para planear ni acordar porque los minutos al volante se viven entre la somnolencia y la lucidez. No hay consciencia más pura que cuando se viaja a sesenta millas, la carretera libre, sin fondo, setenta, ochenta millas; a noventa el corazón late desesperado, extasiado combate el pecho porque quiere salir y volar, lanzarse por la ventana hacia el abismo; la vida es frágil cuando se pisa el acelerador, ¿qué habrá después de la siguiente curva? De día conozco de memoria el camino, de noche me intriga hacia dónde llegaré si piso fuerte, con los ojos desorbitados y el alma frágil saliendo de los contornos de mi cuerpo mientras se escucha Hello i love you en la radio, let me jump in your game, a todo volumen, hasta que revienten las bocinas las palabras y las facciones de tu cara se revuelvan en mi mente, todo tú como un rompecabezas que aunque armo y deshago siempre me faltan piezas para resolverte porque tus ojos son un abismo igual que el costado derecho de esta carretera, que promete dolor si me lanzo, si acelero y vuelo y me dejo caer, si dejo de pensar y cedo, a la muerte, al amor, son ambos lo mismo, se siente su caricia igual de satisfactoria en la piel, su roce en el espíritu, ese vértigo que espanta y seduce y aguarda, que llama, se adueña, devora. Por eso la muerte, como tú, me llama. Todos las señales preventivas y las advertencias me dicen ven, cuidado en la siguiente curva, pero lánzate, disminuye la velocidad porque hay un poblado a medio kilómetro, acelera, pisa hasta el tope sin límites, aquí no hay contornos para respetar. Mantente en tu carril, no bebas de su piel, no huelas su piel que sabe a almendras y es tibia a tus labios, a tu lengua que arde cuando con la punta la pruebas, pero si te mantienes recta, conduciendo en regla hacia el final del camino, no vas a vibrar ni conocer la adrenalina, así que sí, mejor tuerce el volante, lánzate hacia el costado empedrado, destruye tu cuerpo en este cerro que quiere sacudirte. Eres como este camino, sin semáforos una vez que me enciendes, sin pausas porque el paisaje de tu boca es como las curvas de los cerros que ocultan el horizonte, me distraen del camino cuando hablas, cuando contemplo el perfil de tu rostro, de tus orejas desnudas cuando agarras tu pelo para impedir que pasee mis dedos entre tus mechones negros y te despeine. Capturas mi atención con tu presencia, con tu voz, con tu sonrisa que hace brillar a tus ojos como la luna, esta luna que hace brillar a los míos y me dice ven, vuela hasta mí y brilla conmigo, quémate al tocarme y proyecta el ejemplo de tu error a las otras miradas que seducidas quieren compartir el brillo conmigo. La luna no comparte su brillo, igual que tus ojos, porque te veo y me encandilas y temo saturarme de ti; eres como este camino al que me abandono, al que recorro como a tu piel eterna que ojalá no tuviera final. Pero sé que lo tiene, terminará porque todo lo bueno lo hace, concluirá en la siguiente vuelta hacia la izquierda y este trance que eres tú, es eso, un trance, un momento, cuatro horas en tus brazos y luego la realidad, el aire dejándome sorda, tus manos que me sacuden, que me dominan y me controlan cuando con un beso partes mi cuello, todo eso, tanto de ti, de la luna, de la noche, de ambos que son abismo al que me arrojo. Temo girar el volante, girar mi paso al despedirnos, girar, y girar y girar hasta que se acabe esta coyuntura que me despoja y en la que ardo. Ojalá muriera en el doblez de tu cuello, en la siguiente curva, en el agujero que veo y me tienta y me alienta, que me exige vuele infinitamente en el dolor, en la espera a la muerte, el amor, tú. Ojalá esta carretera no tuviera fin, que el combustible se multiplicara al final de cada cuarto, que no cayera la realidad al poblarse la noche con las luces del pueblo, que no nos robara la calma la ciudad con su mundo y su gente, el trabajo, el día de mañana con sus compromisos; los cinco mililitros de vino barato que quedan en la botella que bebimos. Ojalá pudieras fumar toda la noche, las cenizas de tu tabaco en mi piel, y yo fumándote a ti, sin filtro, ahogada por tu mano, entre tus dedos, asfixiada en tu sombra, en tus ojos castaños que me nublan cuando se posan sobre mí, en tu mirada que es droga, que quisiera inyectarme y menguar mi piel, mis venas, mi carne, llenar toda mi sangre con tu sensación porque me vuelvo una yonqui cuando me tocas y me sacias, cuando te acabas y quiero más camino, más carretera, mucha más de tu piel, de tus caricias, de esta noche que se acaba igual que tú, cuando gire a la izquierda y la calle se minimice y empiece la terracería, la realidad, la cama sin ti, la amenaza del día siguiente sin precipicios de los que pueda saltar. Decido no girar a la izquierda, conduzco recto, acelero, cierro los ojos como cuando me besas porque así el beso dura más, así alargo el momento, la noche, lo nuestro. Ya no giremos, vámonos recto, aceleremos, cierra los ojos como yo cuando la curva nos saque del trayecto que sólo quiere que gire, que giremos a la izquierda y lleguemos al final. Extendamos la noche, este camino que no nos llevará a ningún sitio si aprendemos a conducir con los ojos cerrados. 


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