La primera vez que me corté tenía once años y ningún problema, pero había visto una película sobre dos adolescentes que se rajaban la piel por diversión y yo quería vivir esa experiencia. Así que salí una tarde que mi madre dormía, con un par de moneditas apretadas debajo del puño. Atravesé la calle polvorienta, caminé una cuadra, un poco más allá estaba el bazar, provisto de navajas para afeitar, esas que siempre observaba con atención cuando acompañaba a mi hermana a comprar brillitos de labios y ella me cuestionaba que si qué miraba «Nada» respondía, desviando la vista de las afiladas hojas con las que ansiaba atravesarme la carne. Imaginé que las compraba, que corría a la casa para estrenarlas, para abrirlas como una muñeca e hincarlas sobre mis muñecas, pero los nervios me vencieron, detuve el paso, «¿y si no me las quieren vender?» pensé, mientras caminaba de vuelta. Arrastraba los pies, veía la tierra roja colorear el viento, la basurita que corría en el aire. Debajo de los zapatos sentí piedritas, tronaron cuando las pisé, y al bajar la mirada descubrí que eran vidrios de botellas de cerveza, boquillas de soda hechas pedazos, envueltos por etiquetas y tinta blanca, pista de lo que fueron antes de ser enterrados y descubiertos por mis ojos. Me agaché para tomar uno, destelló el cristal verde con el sol, brillaron mis pupilas, iluminadas por las ideas recién reveladas en mi mente instintiva.
Seducida e impaciente me adentré al
costado de la calle sin rumbo, hacia una esquina turbia, —lugar de drogadictos, de
malandros y amantes—,
y en presencia de una pared gris que obstruía la sentencia del cielo, traté de
hacer un corte en mi brazo izquierdo con el borde sin filo. Al principio no
hubo efecto, así que repetí el movimiento, clavé la punta ferozmente, mi
corazón latía al ritmo de mi piel adolorida, la sangre brotó; líquida, color guinda, veloz entre mis dedos temblorosos, salada cuando la detuve con
mis labios. Regresé a casa, me encerré en el cuarto, observé la abertura roja
el resto de la tarde, extasiada con las leves punzadas de ardor, con la marca
nueva que me despertaba sensaciones únicas, que cruzaba el límite interior del
existir y se fusionaba con lo físico, con mi piel acariciada por la tortura.
La
segunda vez que me corté fue unos meses después. Tampoco tenía problemas, pero
me sentía infeliz porque mi madre había tirado todas mis minifaldas. Le lloré
un sinfín de lágrimas a los cajones vacíos; hasta que me vi el brazo, la
cortada ya era una cicatriz que acaricié, se sintió
sedosa debajo de mis yemas. Como no encontré vidrios en la habitación, fui por
un cuchillo a la cocina —uno de esos pequeños, de
mango que se amolda a los dedos—, y enterré la punta cerca del costurón
rosado. No tenía mucho filo, pero hundí el metal como cuando mi madre cortaba
carne y se quejaba de que le hacían falta cuchillos nuevos. Sangré mucho,
parecía un rio corriendo hacia la coyuntura de mi brazo; pronto el placer me
agobió, el dolor me anestesió la carne, la tristeza de mi corazón lagrimeado.
Olvidé todo y me sentí aliviada, dejé que la sangre goteara en el piso, que los
espasmos envolventes me colmaran un rato más, antes de lavar, de vendar, de
permanecer oculta esa bella marca debajo de blusas de manga larga y suéteres.
Ese día me volví adicta al desahogo que experimentaba rajándome la piel.
La tercera vez que me corté fue en el salón de clases, con un compás. En
realidad, ni siquiera me sentía triste, pero tuve curiosidad por saber lo que se
sentía hacerlo de esa manera y en ese lugar. Mientras mis compañeros estaban
atentos en un ejercicio y colocaban el objeto encima de sus cuadernos
cuadriculados, yo me clavé la punta del metal en el brazo. Primero raspé, hacerlo
de forma pausada se sintió mejor, deleite de tragos prolongados, un dolor lento me
desbordó, desesperación inmediata espesó mi sangre. Enloquecí por la piel
abierta, hermoseada, encharcada en liquido rojo, era el entretenimiento para
mis ojos aburridos que aborrecían la escuela, a mi familia, la vida que desde
entonces comprendí era inútil. Nadie se dio cuenta, me extravié el resto de las
horas, mirando la mancha roja que se formaba debajo de mi uniforme. Por semanas
estuve preocupada de que se me pudriera la herida, pero el color verde se pintó
de rosa y no aprendí la lección.
La cuarta vez que me corté fue a causa de un arrebato. Acababa de
cumplir trece años y estaba harta de las prohibiciones de mis padres. Mi madre
había encontrado mi colección de labiales oculta en los bolsillos de mi
chamarra favorita. Todos los abrió, los destruyó en el bote de basura. «Y
dale gracias a Dios que no te trueno la boca» me dijo. Corrí al cuarto, quebré
un viejo perfume y comencé a pintar líneas rojas sobre mi brazo, el vidrio escurría
alcohol, inyectados en mí los aromas de flores y extractos, a mano alzada corté
ese lienzo de piel, reventó mi dermis, que floreó encantada, busqué alguna vena;
que se dejara ir lo que tuviera que irse, que llorara quien tuviera que llorar,
que corriera la sangre en esa habitación encadenada, en esa prisión infantil,
de alma necia, enloquecida, de alma partida, curtida, cortada, destrozada. Tiré
el vidrio porque no soporté el dolor, era demasiado intenso. Me acosté en la
cama, silencié el sangrado con la cobija, mi llanto con la almohada, hasta que
me quedé dormida. Ese día descubrí que los excesos provocaban mayor placer,
que el dolor físico asesinaba todos los sentires del alma.
Después
fueron letras: de mis amigas, de chicos de los que me enamoraba. Quería marcar
todo lo que fuera significativo, bordarme las memorias para recordarlas cuando
paseara la mano sobre ellas. Una vez mi madre fue a dejarme comida a la
secundaria. No llevaba puesto el suéter, así que por más que intenté esconder el
brazo, ella terminó mirando las cortadas en mi brazo a través del cerco. Me
sentí feliz cuando las descubrió; rojas, remarcadas, vivas a sus ojos que no me
dijeron nada. Le mencioné que quería ir con un psicólogo, me preguntó que si
estaba mal de la cabeza. Respondí que sí, pero nunca me llevó con el psicólogo. Seguí
cortándome porque decidí que esa sería la mejor terapia para mí.
Pasaron
los años y llegó la preparatoria, las inseguridades sobre mi aspecto físico.
Era infeliz con mi cuerpo, con las lonjitas que se formaban en mi vientre
cuando me sentaba. Yo sabía que nadie me quería por eso. Me detestaba,
aborrecía los pedazos de mi cuerpo que no tuvieran marcas de mi pulso, eran
insoportables las cicatrices naturales, estrías de mi redondez, del crecimiento
de mis pechos odiosos que para el colmo ni siquiera eran tan grandes. Oscurecidos
mis pensamientos, decidí comprar al fin las hojas de navaja; si lo haría, serían
cortes limpios, perfectos sobre mi piel imperfecta. Frente al espejo me observé
con repulsión, luego corté justo debajo del ombligo, una cesaría sin bebé, una
cesárea en la que nacería el control de mi fealdad, una belleza de cicatrices
pintada con mis manos, y no por la bendita pluma de dios o de la lotería
genética. No tuve que hundir la navaja, se fue sola, como una tela cortada en
el aire, de extremo a extremo. Se sumergió en mi vientre grácilmente y sin
esfuerzo, refinada. Al principio no me dolió, así que rápidamente me hice otra incisión
un centímetro más arriba. Coloqué la navaja manchada en el tocador, y vi en el
espejo como mi ropa interior se empapaba de sangre, las piernas escurridas, mis
ojos contemplaron esa sucesión de caricias afiladas que atravesaron mi ser. Me
metí a bañar, disimulé mi llanto con el ruido de la regadera, admiré la masacre
marchándose en el agua, escapando por la coladera. Ese día no estuve mejor, ya
no logré ignorar mi sufrimiento, incluso calaba más, profundamente holgado sobre
mi pecho descubierto. Mi vientre ardió por una semana, no podía sentarme sin lamentarme,
sollozar. Sólo entonces descubrí que el dolor físico ya no era suficiente para
que el de mi corazón se desvaneciera.
Entonces
descubrí el desahogo a través de las letras, y las cicatrices tomaron la forma
de historias a las que siempre disfrazo.
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