Se
conocieron desde niños. Ella tenía diez años y él nueve. Héctor, precoz
conocedor de una docena de inexpertas bocas, le dio su primer beso a la curiosa
Liliana frente al Civic 98 de su primo; que les echaba las luces altas en un
fallido intento por cegarles la calentura.
Cuando
Héctor y su primo llevaban a la niña hasta su casa, los besucones se despedían
entre miradas y sonrisitas de complicidad. Entonces los dos morros
se perdían entre la polvareda que dejaban a su paso, hacían donas en el
antiguo arroyo del pueblo y explotaban con corridos alterados el estéreo
modificado del pobre auto. Entretanto, Liliana escalaba el cerco para saltar
por la ventana, azotar en la fría loseta de su alcoba y acostarse
silenciosamente en su cama con dosel rosa en la que ya no se sentía niña
En
un pueblo en el que los niños pisaban el acelerador antes de alcanzarse a
asomar por la ventana, y las niñas andaban de alborotadas en las tardes de
fútbol con los de la secundaria, lo único interesante en sus infancias, era
darles rienda suelta a los impulsos antes de que las morras tuvieran su primera
regla, y que los pequeños malandros aprendieran a ordeñarse correctamente. Por
eso era imposible esperar algo diferente de Héctor y de Liliana.
Con los años, a Liliana le brotaba el
acné, y Héctor repartía fajes entre las quinceañeras. Ambos se comían con las
miradas durante los rodeos, y cuando él la encaminaba hasta lo oscurito con el
sonido de las espuelas en sus botas, los dos se acariciaban los cuerpos y los
sentidos bajo la luz lagañosa del alumbrado público. Aunque no se querían,
compartían la obsesión de algún día poseerse.
Así
transcurrió el tiempo, entre manos largas que nunca llegaron a la desnudez,
amores esporádicos de los que se burlaban entre besos, y vidas que se alejaban
con las decisiones de sus padres. A los dieciséis de ella y a los quince de él,
la niña de casa se mudó con sus padres a la ciudad, y los dos se perdieron el
rastro por mucho tiempo. Lo único que lamentaron fue no haberse despedido
juntos de la flor virginal que Liliana se llevó entre las piernas cuando se
marchó.
Con
los meses apareció el torbellino de las redes sociales, el internet satelital
llegó al pueblo, y los dos adolescentes se siguieron la pista cibernética.
Cambiaron las caricias por poesía pornográfica a la que creyeron erótica, e
intercambiaron videos explícitos de baja resolución a gusto y petición de cada
uno. Mientras tanto, vivían sus propias aventuras y se consolaban las almas que
otros amores les rompían. Planearon incontables veces, encuentros en los que
por fin se harían lo que tanto se prometieron; pero jamás se oficializó uno sólo, así que ambos dejaron de frecuentar las charlas nocturnas y se
olvidaron el uno del otro.
La
adultez les llegó sorpresivamente. Liliana cambió el dosel rosa por libros de
la universidad, y él las faldas de tantas por la de una sola mujer. Para cuando
volvieron a verse, ella ya tenía entre sus brazos a un ejemplar de hombre para
matrimonio con el que era infeliz, y Héctor una novia que encajaba en los
encuadres de su futuro pueblerino.
Liliana
y Héctor se miraron con la complicidad del pasado, y recordaron la única cosa
que tenían en común: esa pasión efervescente que no volvieron a sentir con otras
personas. Lo que menos les interesó en ese instante, fueron sus distintas
ideologías y los contrastes intelectuales que los separaban. Tuvieron una larga
conversación acerca de sus relaciones sin color, y le pusieron hora y fecha a
su revolcón.
Se
quedaron de ver en un motel que les quedaba a la misma distancia, y con los
celulares en vibrador sobre la cabecera de la cama, se desnudaron entre besos y
miradas que se conocieron la piel desnuda por primera vez. A pesar
de que él fuera un Don Juan y ella una falsa que de dama solo tenía el vestido
largo, los dos estaban preocupados porque algo no se encendió como lo
esperaron. Fueron alargando el beso, y repitieron el patrón de caricias del
preámbulo una y otra vez, pero los vellos nunca se les achinaron. Liliana no
sintió cosquilleo alguno en sus labios vaginales, y Héctor logró una erección
genérica, más por la sensación de dos senos tibios bajo sus manos, que por la
dueña de estos. Ambos se sintieron desilusionados, pero ya estaban ahí,
desnudos y con el momento que les exigía culminar el acto. ¿Qué más podían
hacer un hombre y una mujer en medio de la desnudez? Se cogieron sin
pasión para cumplir con las viejas fantasías, y finalizaron el ritual con un
beso obligado y una mirada de satisfacción simulada. Cuando se vistieron para
irse, ambos compartieron un luto agobiante por la esperanza perdida de
sacudirse las existencias.
Cuando
Liliana se observó en el espejo y notó que en sus labios no había quedado asomo
alguno de su labial infalible, cayó en cuenta de que esa pasión salvaje era lo
única que pudo obtener de Héctor. Antes de despedirse, él le dio una nalgada a
Liliana, y entonces relucieron las diferencias abismales que los separaron
desde siempre. Ella aborrecía la degradante sensación de una nalgada, y Héctor,
al propinársela, comprendió que ni de chiste aquel trasero encajaba en sus
exigencias.
En
el camino el silencio tensó el ambiente del automóvil. Liliana pensaba
que no recuperaría el reloj olvidado en el cuarto del motel y él en los
trescientos pesos gastados en el peor polvo de sus cortos dieciocho años.
Lo
único que tenían Héctor y Liliana en común era el deseo de haberse quedado con
el recuerdo ferviente del pasado.
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