Un roce provoca que mi carne entreabierta humedezca el algodón que la cubre. Mariana, todavía una niña, me restriega sobre un borde suave a través de movimientos sutiles. Ahí, gracias a su curiosidad latente, conozco ligeramente el placer. Ella, llevada por la sensación agradable de la fricción, afanada después en apaciguar el cosquilleo que le incito, se complace con cualquier borde que la antoje. Un buen día dejo de ser acariciada, y con el pasar del tiempo ausente de placer, Mariana y yo nos olvidamos de las sensaciones, volviéndose éstas profundos recuerdos en la memoria de los sentires.
Crecen sobre mí vellos chinos que me protegen del mundo y del aire, y me resguardan tras una cortina salvaje y natural. Pronto, de mi cielo se desprende la certeza de fertilidad: gotas de sangre espesa me llueven. Las expulso lento, al ritmo de los espasmos que Mariana experimenta aterrada. Siento el calor de su vientre adolorido, los escalofríos de miedo y frío tibio, de herida y desconcertada. El latido de su corazón se vuelve débil y a ratos precipitado, raíz de variopintos lutos y alegrías que juegan con su pulso. Me inundo de rojo oscurecido por una larga semana, y sufro con el aroma concentrado en mi boca, húmedo y creciente, de la huella intensa que deja en evidencia que Mariana ya es mujer.
Despierto en medio de un toque tímido. Al principio, parece un hormigueo, pero enseguida, con el rozar de sus dedos que conocen mis contornos y puntos, una pulsación me posee y conozco el deleite al complacer Mariana mis exigencias. Cuando estoy a punto de ceder al extravío, su toque me abandona, atemorizado por mi sed y el riesgo a su culminación inesperada.
Una sucesión de caricias me enloquece. Varios dedos juveniles me penetran, algunos tiernos y otros más determinados, con sus uñas mordidas y barnizadas en tonos fluorescentes. Corazón, sangre, pulso y cerebro; hilados por la emoción fugaz de Mariana. Mientras yo caigo ante el plomo inevitable de las sensaciones, al agasajo de placeres estrenados y de toques complacientes.
Después del torbellino de placer, Mariana y yo no nos dejamos en paz. Enardezco al mínimo toque, y ella, con sus emociones efímeras de amor y deseo, me provoca incluso, cuando ni me piensa ni me roza. Así me desvela, entre los traspiés de sus sentires amorosos y el confuso aleteo de mariposas en sus venas. Me vuelvo el desquite de sus deseos incompletos e incumplidos, y al mismo tiempo, la querella entre su corazón y mi desenfreno.
Armonizadas sus emociones con mi locura, Mariana recorta el vello oscuro de mis poros y me desnuda al mundo. De pronto me siento descubierta y desprotegida, y no entiendo las manos de Mariana, empecinadas en extirparme cuando saben que mi abrigo siempre va a florecer.
Algo nuevo sucede. Me siento ansiosa y al mismo tiempo negada, cuando una carne extraña se coloca sobre mí y me estimula con masajes suaves antes de penetrarme. Una ola de dulce dolor me domina al principio, pero enseguida, entre embestidas, éste se aleja y conozco la nueva forma de placer que Mariana me regala. No es una carne experta la que me explora, pero la excitación que domina a Mariana, junto al cosquilleo, las caricias secundarias y su corazón desbocado, me somete y cedo a la carne ajena.
El acto se repite. Experimento el placer, a veces saturado y otras fútil. En ocasiones, de interminables horas sin goce alguno, y de momentos, de habilidosa brevedad satisfactoria. Dedos torpes juegan conmigo y no logran nada, pero enseguida una roja y almibarada carne se pasea flexible y experta entre mis pliegues, aferrada a los puntos de mi gracia y embriagada del licor de su provocación.
La regularidad del acto disminuye, hasta que, en su intento de rehacerlo a molde de los anteriores, ya el placer se me reduce a una caricia transitoria e insípida que después se torna innecesaria. Me vuelvo infértil de sentires, limitada a estar, sirviendo sólo de vía al placer ajeno. Así que Mariana me retoma con sus diestras manos que me abandonaron al tacto de otras, para salvarme de las malas repeticiones y demás simulaciones de interés.
Cuando me estoy adaptando nuevamente a los dedos puntuales de Mariana, me asalta la peor de las tragedias. Una carne que desconozco me atraviesa ferozmente y se abre paso sobre mí sin piedad. El corazón de Mariana vibra del horror, su sangre se congela, su mente se detiene. Quedo latiendo al aire entre sus piernas, abierta y punzante. Me encuentro desgarrada, herida y teñida de sangre, cuando la carne perversa se escabulle y me deja; ultrajada y vulnerable.
Un luto tiñe de amargura el interior de Mariana. Ya no hay aleteo de mariposas en sus venas, y su corazón neutraliza la vehemencia de sus emociones. A cualquier asomo de sentir, me atormenta el recuerdo de mi carne penetrada; por eso anhelo que se eternice la desconexión entre ambas. El anhelo parece ser compartido por Mariana, que ya no me revive con el hervor de su sangre, ni entre caricias.
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