Pancartas y cartulinas que reclaman
un cambio son extendidas frente al palacio municipal. No son grandes lonas bien
entendidas que se expresan legibles al aire, son un par de letreros
fluorescentes escritos a mano alzada que son sostenidos por brazos que se
entrecruzan para mantenerse unidos y sentirse multitud. En realidad, son solo
quince ciudadanos que se manifiestan por una Ensenada libre de baches. Gabino
Muñoz es el líder del grupo, vive en el poblado de Maneadero y cada mañana que
hace su trayectoria hacia el trabajo se ve envuelto en un predicamento:
estrellarse contra otro auto por evitar caer en los agujeros de la carretera de
Chapultepec, o caer de lleno en ellos. Al pobre hombre se le han destrozado
tantos neumáticos, que en el patio de su casa ya los enterró y pintó de colores
para que sus dos hijas brinquen sobre ellos. Por eso una semana antes, ya
fastidiado de la situación, Gabino creó un evento en Facebook con el objetivo
de movilizar a un grupo de personas que le ayudaran a exigir lo que tantos ya
estaban hastiados de pedir: una reparación auténtica a las calles de la ciudad.
El domingo en la noche ya había trescientos ciudadanos que dieron clic en
“asistir”; pero esa mañana del lunes el sol está a punto y las doscientas
ochenta y cinco faltantes no dan señales de llegar.
A lo lejos los quince asoleados
vislumbran las dos camionetas que pasan frente a ellos, revestidas de elegancia
e inadvertido rojo quemado, con sus llantas que despiden el olor del hule nuevo
y sus placas nacionales que exhiben al privilegiado presidente municipal. El
hombre no se inmuta cuando sus ojos se pasean ligeramente por el insignificante
grupo de personas que quieren arruinarle la entrada. Para su buena suerte ni
una sola cámara o grabadora de voz se precipita sobre él para interrogarlo y
testificar su presencia, así que camina recto a la entrada, con sus zapatos de
piel y el pulcrísimo traje que lo envuelve en su imagen de político perfecto.
Ignorados por el presidente
municipal, algunos de los manifestantes bajan los brazos y unos cuantos
comienzan a retirarse. Transcurren las horas y a Gabino le da hambre, así que
se marcha decepcionado y no alcanza a ver cuándo el alcalde emprende camino con
su desfile de damas entaconadas atrás, todas con sombrero de paja y vestidos
blancos que gritan que se van al valle a degustar vino, aunque los tacones se les
entierren y al presidente se le tiña el traje de sudor. Se alejan del palacio
municipal y en su cielo de lujo, no sienten la truculenta luna debajo de ellos,
y si la sienten, la ignoran porque el siguiente mes ya está programado que
vayan a maquillar unos cuantos baches con plastas absurdas de brea adulterada.
Por la noche, cuando el cielo es
cubierto por nubes espesas que amenazan lluvia, María sale de la fábrica en la
que labora y toma el micro de las diez veinte. Rebosante e inestable, el
transporte se estremece cuando pasa por un bache, como si un golpe más fuera
suficiente para que se desbarate por completo, con su estructura original de
los años ochenta comprada en remate a los gringos y sus "chicanadas"
para mejorar lo inmejorable que se deshace con cada milla que corre. Cuando el
transporte aumenta la velocidad en una bajada, las puertecitas de emergencia
que se encuentran al costado derecho del camión y en la última fila del asiento
se abren con la violencia del aire, provocando que por mero instinto María se
agarre del asiento contiguo para no ser llevada por el viento. Los pasajeros se
quejan de inmediato con el microbusero y unos cuantos se fijan si la pobre
muchacha está completa. Cuando las lisas llantas encuentran tierra y se
detienen, el conductor baja y ante los ojos de la gente cierra las puertas que
se abren de par en par, corta un par de tiras de cinta gris y las coloca sobre
ellas. Entonces toma lugar en su asiento y ante los rostros boquiabiertos de
las personas se sube a la carretera sin fijarse si se aproximan vehículos.
Acostumbrada a las malas
experiencias en el transporte público, María no se inmuta y paga los trece
pesos de pasaje para bajarse a unas cuadras de su departamento. Una oscuridad
abismal le inunda la mirada y su piel se eriza del miedo en el momento que se
acerca a su vecindario y se encuentra con una intensa noche que ya no es
mitigada por el alumbrado de la calle. Los pies se le inmovilizan, pero
terminan caminando por instinto, aterrados por la inseguridad del barrio y la
ausencia de luz. Cuando siente una mirada que la observa desde una esquina,
María se apresura sin mirar a su espalda para corroborar sus instintos y se
vuelve veloz a causa del temor, corriendo al ritmo en que su corazón late,
agitada, vuelta loca; y aunque a ella le parezca estar rebotando en el aire y
que el camino hasta su puerta se alarga y vuelve eterno, su mano derecha
encuentra la puerta y la otra le reclama incipiente al desorden del bolso las
llaves que la liberan de su terror. Cuando al fin se muestra ante ella el
interior de su hogar, suspira aliviada y enseguida resopla, maldice, cruje los
dientes y se torna iracunda su vibra, pasando del miedo al coraje, y ya con la
respuesta lógica del escenario, del coraje a la impotencia, a la irritación que
se reprime en su estómago y se vuelve nudo, amargura y después llanto, llanto
de rabia que al revaluar la situación cae nuevamente en la vulnerabilidad.
María se siente expuesta ante la noche, y en su arrebato acusa al gobierno, al
condenado que les cedió el alumbrado público a las empresas privadas, culpa a
los ladrones de cable que se robaron unos cuantos metros y estropearon una
serie entera de lámparas.
La muchacha se acurruca en la cama
y desde su ventana vuelve a ser testigo de la oscuridad del exterior, entonces
se cuestiona la rapidez con la que tendrá que correr la siguiente vez para
llegar a salvo, y que es lo que sucederá cuando haga tiempo extra en la
maquiladora y no llegue a su casa, que se quedará solitaria y en bandeja de
plata para los rateros. Agotada y desgraciada se lamenta por el hecho de que la
carencia de una lámpara iluminando su camino a las afueras de ese cuartito al
que llama hogar le roba paz y altera su vida de esa manera; una luz que la
protege y le da confianza, un valioso destello que en su ausencia se siente
vulnerable, preocupada y temerosa.
Durante las primeras horas de la
mañana llega al ayuntamiento el presidente municipal. Todo su aspecto expresa
aire libre, ojos de hombre consentido y aunque el aliento no le huele a vino,
sus mejillas gordinflonas delatan su goce constante por las escapaditas a comer
cortes de arrachera y pizza de queso fino con salchicha italiana orgánica.
Tiene buena tolerancia al vino y ya hizo callo de tanto que bebe junto a sus
amigos del ámbito y se regodea con la élite de Ensenada y de Tijuana, con los
extranjeros de puestos significativos que desconocen que su perfectísimo
anfitrión les paga el platillo y el vino tinto con lo que le roba a los
ensenadenses; y de estar enterados les da lo mismo, porque en su país también
son ajenos a las carencias de la prole y miran a los pobres desde arriba. El
egoísmo y la altanería no son exclusivos del rechoncho presidente municipal,
sino de toda la clase alta, esa que se mantiene así, inalcanzable, siendo ese
diez por ciento de la población al que el resto del mundo jamás va a
pertenecer.
Se extiende sobre la silla del
escritorio y recibe a la secretaria, que le coloca una docena de papeles que
debe de autorizar. Los lee y firma de inmediato debido a que hay asuntos más
apremiantes que requieren su atención. Mientras hace un par de llamadas, en el
escritorio se muestran los papeles que aprobó. Todos son permisos para que la
"Score international" lleve a cabo la baja mil, que se celebra cada
año y que en ese formato saldrá del centro cultural “El Riviera” para llegar
hasta “La Paz”. A pesar de que las carreras ya están garantizadas gracias al
dinero donado principalmente por estadounidenses, el municipio aún requiere de
ciertas formalidades para sentir que tiene dignidad, aunque esta poquísima se
desvanezca al encontrarse a los pies de Estados Unidos y a merced de su
creativa forma de despreciar a sus vecinos estropeando sus ranchos y asesinando
su flora y fauna con el fin de sentirse superiores mientras se apropian de los
kilómetros que corren, hiriendo y matando a los espectadores que se salen de la
línea divisoria para después considerarlos ajenos, insignificantes, mínimos
daños colaterales; acusando a las autoridades policiales de no tener la capacidad
de contener al ganado que se alebresta con el ruidajo que evocan los
todoterrenos, con la música que los exalta y la cerveza que les nubla el
juicio. Los políticos reciben sus billetes y se escudan con lo beneficioso que
es dicho evento para el turismo, para los hoteles, los restaurantes, el parís
de noche y demás bares con mujeres y hombres que sacan sonrisas y dólares
valiéndose de sus atributos. Prostituyen al puerto, lo entregan a extranjeros
que se regocijan y divierten en el país en donde todo les es permitido al
asomarse de sus carteras los dólares. Corren en sus bestias mecánicas con las
que en su país no pueden dejarse llevar. Por eso cruzan la frontera y obtienen
su libertinaje, aunque el precio real lo pague la gente a la que arrollan y la ciudad
que se sumerge en latas de cerveza por toda la playa, el centro y sus puentes.
La secretaria regresa al despacho y
sin interrumpir la conversación de su jefe, toma los formatos para archivarlos
en las memorias de corrupción y vergüenza de la ciudad. La mujer que lleva el
café y atiende llamadas se llama Elena. Comunicóloga egresada de la máxima casa
de estudios de Baja California y ensenadense de nacimiento rechazó una oferta
de un periódico del centro de la república porque le dio miedo irse de la
ciudad y enfrentarse a la selva de los medios y de la gran ciudad. Amante del
mar, la paz y de las noches en "Hussongs", prefirió quedarse
trabajando para un partido político que arriesgarse a otro clima, a las bocinas
de los autos en la hora pico y a la ausencia de su familia. Era de esperarse,
Elena lamenta incluso los días en que viaja a Tijuana, ya que su corazón le
pertenece al bello puerto, a la colmena de jubilados y de músicos, de
científicos, de gente relajada y artista.
Las horas transcurren y el
presidente municipal sale a la recepción para despedirse. Elena arregla unos
pendientes y se marcha. Al llegar a su hogar observa los botes de basura
rebosantes y maldice para sus adentros. Se sabe de memoria la problemática de
basura en la ciudad: al municipio le faltaban unidades recolectoras, pero como
siempre, se culpaba a la falta de recursos. Lo que la frustraba de forma
insoportable es el hecho de trabajar con el hombre que tiene el poder de
limpiar la ciudad, y aún así, tenerle tan poca fe que ni se le pasa por la
cabeza presentar su queja. Elena solo es otra ciudadana inconforme que debe de
vivir con la negligencia de su gobierno.
Otro día pasa y se pinta el cielo
con la noche. Los pronósticos de lluvia aciertan y el agua azota la ciudad,
colma los baches y la presa, los pozos que ansían al máximo elemento que
Ensenada tanto requiere. La lluvia también embravece al viento y este enloquece
las olas de playa hermosa que arrastra para sí la basura que los bañistas
dejaron a la orilla de su mar. No discrimina; se lleva latas, chanclas impares,
colillas de cigarro prohibidas y palitas y cubetas del "waldo´s"
olvidadas por los niños que hicieron castillos en la arena. Todavía no llega el
viernes y la gente ya quiere nadar y surfear en una de las playas más
contaminadas del país.
La lluvia sacude la ventana de
María, que ya no encuentra paz debido a la oscuridad de su cuadra. Despierta
también a Gabino Muñoz, inmerso en sus sueños de lucha, y a Elena, que la goza
porque sabe que no irá a trabajar al día siguiente porque los burócratas
consentidos son protegidos y no asisten al trabajo cuando llegan las lluvias
intensas. A excepción de los estudiantes, el resto de la población comienza a
preocuparse por la forma en que llegarán a sus trabajos en la mañana. La ciudad
no posee la infraestructura para soportar fuertes lluvias y las calles se
inundan, atorando el tráfico y alterando los tiempos de los ciudadanos.
Nada cambia para ellos al día
siguiente. Pasa la lluvia y la inundación cede, tomando la ciudad su ritmo
habitual. El gobierno observa las problemáticas y las ignora, los ciudadanos se
quejan un rato hasta que se les olvida que estaban luchando. Se consuelan
porque son felices en esa ciudad lejana, en ese puerto mágico que les llena el
corazón.
Presa de las negligencias, la
ciudad llora y exige entre el desastre menos amor y más libertad. Se ahoga y
observa los actos de quienes la tienen en sus manos. Cuna de migrantes y
turistas, de gente de gran corazón y amabilidad infinita, ella añora menos
desinterés y más rebeldes que la protejan. Sueña que le devuelvan su valle y
que no lo vuelvan protagonista de todo su territorio, que expulsen los
aparatosos carros que obstruyen sus poros y se burlan de ella, que liberen su
mar de basura y que enriquezcan sus terrenos con museos y teatros. La ciudad
implora respeto al expresarse en caos. Le duele que su gente la ignore y se
desentienda de sí misma ante la comodidad de la omisión intencional.
Enloquece de tristeza al ver predominar en su gente la apatía,
permitiendo todo de los poderosos por miedo al fracaso y por motivo de su
frágil esperanza. Ella observa como un ente, desde los fraccionamientos lujosos
de El Sauzal, hasta las colonias de la ochenta y nueve y las flores, los
lugares en donde no hay servicios públicos, esos sitios ocultos en los rincones
y los cerros para que no se presencié la pobreza ante los ojos de los que van
de paso.
Atisba al gobierno, que los tiene a
todos bajo un brazo de falsos músculos tallados con el suplemento de la
mentira, el espectáculo y la falsa fuerza de la que pueden liberarse si abren
sus ojos a lo implícito que se les anuncia, al guion constante que se expone a
sus oídos en sonidos venenosos que adormecen los sentidos, y a la
vulnerabilidad cegadora que les provoca abrir el corazón al sentir protección y
el abrazo que solo brinda sensaciones al que lo recibe y alza hasta el cielo a
quién lo da, en medio del egocentrismo propio de los seres divinos que prestan
su abrazo y afecto al teatro que multiplica la ignorancia y esclaviza el amor
de sus fieles que ceden ilusionados por el mañana, por el cielo que viene y las
promesas que se transfiguran cuando a los ajenos de la empatía se les acaba el
sexenio y quieren libres disfrutar de lo que nublaron para en medio de la
confusión hurtarlo.
Todo vuelve a surgir día tras día
en medio del clima voluble; los viernes de compras en las outlets de San Ysidro
y Chula vista, los domingos relajantes en el malecón, los museos que se abren a
medias y en destiempo, frente al escenario de los fines de semana que se
extienden cuando ante el reflejo azul del cielo sobre el mar se pasean las
familias que ignoran o desconocen la condición de las aguas que tocan y
disfrutan. Dicen que su culpa es lo que está en sus manos; lo que en cambio se
sale de ellas, es culpa de la mala gestión del gobierno, de la corrupción, de
las oportunidades y de los sueños que este arrebata y encierra en su puño de
maldad que solo le extienden a los suyos, o que a la fuerza abren al ver que la
multitud despierta, se agota, explota y que amenazante, se expresa y corta la
cola larga de la injusticia, quitándose las alas de plomo que les fueron
clavadas en la espalda para que les ardan las heridas cuando intenten mirar lo
que se artimaña tras ellos. Sus límites no están determinados por lo que se
sale de sus manos; todo lo que concierte a los empleados de la gente, esos que
mandan y mueven lo que quieren, le compete todavía más al pueblo, quienes de
encender su sentido de justicia y pertenencia por la ciudad a la que proclaman
adorar, ya habrían reparado los huecos de los caminos, iluminado las calles,
limpiado sus barrios y adornado sus espacios con arte. De no lograrse la lucha,
ya habrán obtenido al menos el poder de provocar miedo en los ojos de los altos
mandos, quebrando las cadenas de la cobardía y probando el sabor adictivo del
poder concentrado en la mayoría.
-Jazmín Giselle Felíx García
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