El invierno llegó a la ciudad en pleno verano, cuando
mi cara nublada con sus estragos de tormenta se asomó por la ventanilla del
camión y vislumbró el mar de su extenso puerto.
Especialista en fingir sonrisas por motivo de un
curriculum dedicado al servicio al cliente, en el trabajo me costaba esbozar cualquier
simulación de alegría. Absorta en los recuerdos, me olvidaba del punzante
cansancio en las plantas de los pies, y en la universidad, los maestros abrían
y cerraban la boca frente a la clase, explicando no sé cuántas teorías de
comunicación. Ausente, alejada y patética hasta el fin. Pero no estaba
deprimida. Reconozco con la memoria de los sentires, cuando una tristeza de esas
proporciones se asoma por las orillas del corazón. En realidad, estaba
desencantada y destrozada por el monstruo del desamor.
Resulta que el viajecito a Ciudad de México había sido
el más profundo fracaso en mi historial de aventuras. De todos los chilangos
ajetreados, uno me usurpó la paz al robarme el corazón. De manos pequeñas, piel
canela y calvicie que anunciaban sus cuarentas, me sacó el órgano vital que
escurrió hilos de sangre sobre mis pies aferrados. Luego llenó el hueco
negrísimo con pretextos, disculpas y promesas.
Su voz profunda y las palabras que brotaban de su boca,
formaban con ingenio diálogos que parecían sacados del puño y la tinta de
Hemingway. Me secuestró totalmente. Diría que también se llevó la frágil
dignidad que me quedaba, pero no creo en tantísimas falacias de moralidad y
honra. Me volví bruta, me enamoré. Fui otro de sus perros rescatados; tiernos,
mudos y sonrientes, a la espera de sus manitas tibias de hombrecito cruel… pero
supongo que no me tuvo el mismo aprecio que a ellos.
Lo conocí hace tres años, en uno de esos grupos de
pseudoescritores que elevan su falso intelecto al conversar acerca de autores
que nunca leyeron. En ese mundito virtual expusimos puntos de vista similares
sobre una novela en cuestión y compartimos números de celular. Se volvió mi
mejor distracción en una época en la que me condené a una relación tormentosa
con un fulano sin neuronas. Esas conversaciones indiscretas durante mi
madrugada y su amanecer, eran prosa, poesía, suspiros e ilusión.
Su mente profunda me atrapó. Periodista y escritor, el
tipo era todo un letrado. Me instruía en los géneros periodísticos, en la
fotografía y también en las asignaturas de producción sonora y audiovisual.
Supongo que su variedad de saberes y gustos me eclipsaron.
Ya habíamos conversado el tema de ponernos textura y
aliento, así que el viaje al que me llevé a una amiga de la infancia, no fue
más que un pretexto para darle vida a las letras, a los audios, y a las
fotografías de sonrisas y piel.
Después de hacer la visita obligatoria al Zócalo,
asomado la chancla por las puertas del metro rumbo a salto del agua,
vislumbrado el Ángel con mi vestido ampón para la foto con pose, y escupido los
dos intentos de torta de tamal que asumí como experiencia chilanga obligatoria;
por fin concretamos cita. Sus manitas rodeaban el volante, y vestía la misma chamarra
color rojo vibrante que en las fotografías. Cruzamos miradas, palabras y besos.
Pronto el labial rojo que minuciosamente rellené en mi boca, terminó embarrando
en sus mejillas y nariz, mientras mis labios quedaron pálidos por sus mordidas. Aquella
química parecía de cuento. Sus besos eran sublimes, determinados; y el picor de
su gruesa barba doblegó a mi piel tibia. Era todo lo que soñé. Lo único que nos
habitaba era la complicidad y el deseo, sin silencios ni esfuerzos.
En un centro comercial lujoso nos tomamos de la mano,
como novios en su primer mes. Los diecisiete años que nos separaban en edades y
experiencias se nos olvidaron. Ni la existencia de su novia ni mi pronta
lejanía limitaron el momento. Compartimos nieve de fresa y un expreso americano
en medio del gentío, sentados frente Guess
y Tous.
Debido a mi educación de cero muestras de afecto a la
luz del sol, temí besarlo en público, pero su beso francés con escala en mi
cuello y sien, calmó a mis crispados nervios. La gente a nuestro alrededor ni notó
la pasión que fluía de nuestros cuerpos. Sólo entonces comprendí todo esos besos ajenos que me impactaron en el primer rondín que hice por la ciudad. Recordé a la pareja
comiéndose la cara entre lengüetazos en una esquina del metro, a los amantes
gays acariciándose a la salida de un mercado, y a los jovenzuelos compartiendo
saliva en una banca que veía hacia un lago del bosque de Chapultepec.
De regreso al hostal la lluvia caía en la ciudad. El
silencio en la camioneta era infinito, únicamente se escuchaban nuestras
respiraciones. De pronto nos volvimos poetas silenciosos que gritaban rimas y prosa
con las palabras mudas de la mirada. El hombre tocó mi pierna y formó círculos con sus
yemas, hasta que subió un poco y se detuvo. Yo cerraba los ojos y fantaseaba,
quería que extendiera sus dedos y desabotonara mi overol. Ansiaba que apagara
el carro en cualquier sitio, para que el sonido de la tormenta fuera la melodía
de nuestro encuentro de pieles y caricias. Pero ni lo dije, ni lo hizo. Tal vez
quería respetar a una mujer que ansiaba serlo todo, menos respetada.
Al final regresé al hostal de mala muerte, con mi
calzón rojo de encaje íntegro, las piernas temblando de la excitación y el
corazón desbocado. Dormí con mariposas aleteando en mis venas; con el
cosquilleo de sus dedos en la piel, y el fantasma de su beso en mi garganta. Milagrosamente no morí de una sobredosis de pasión, aunque de seguro lo habría
hecho de haberse revolcado nuestros cuerpos entre las colchas de cualquier
motel. Él habría usado mi piel de cenicero, con el aroma del tabaco en la nariz y el
aliento humeante. Luego nos hubiéramos concedido a la ternura de un beso calmo,
y al reposo de miradas tórtolas y satisfechas.
Pero no pasó. Ni siquiera nos volvimos a ver. El
chilango cayó enfermo y convaleciente, y fue internado en el hospital de emergencia.
¿La razón? piedras en la vesícula. Ahora dudo que su novia le haya impedido
textearme la mala noticia. ¡Qué infeliz fui en ese cuartucho sin ventanas! Lloré
mares por todo mi desprestigio y desventura. Incluso los resortes saltones del
viejo colchón, dejaron de parecerme nubes blandísimas, para encajarse en mis
paletas y sacarme las lágrimas más amargas. Mi amiga retozaba del otro lado de la habitación, mientras me narraba su noche loca en un barecillo del centro
histórico. Fingí que le ponía atención. No podía pensar más que en mis
tristezas.
Después conocí Coyoacán con desánimos, y subí las
pirámides del sol y de la luna. Algo místico tenían, pues durante esas bellas
horas alejada del bullicio de la ciudad, me olvidé de aquel enfermizo hombre. El último día paseé entre callejones de libros
baratísimos. Compré a Capote, a Saramago, a Benedetti, a Bukowski y a Galeano.
Conocí los murales de Rivera y de Siqueiros, y el pulcrísimo museo Soumaya de
Slim. Historias de letras y arte. Todo mientras pensaba en él.
Ojalá tuviera una copa de vino en la mesa, y apagara
mi cigarrillo en un cenicero de cristal cortado, mientras escribo en mis hojas
color crema a la luz de las velas. Ojalá lo tuviera a él, con su cara fea en mi
regazo. Pero no, la vida es esta. No es una novelita de amor moderno en Wattpad,
y yo no soy una Pizarnik viviendo en su edificio en París. Soy yo sin él, y sin
todas esas cosas absurdas que no necesito. En mi rancho malandro, en la
realidad que construyo.
Me habla, me busca. ¡Que cruel hombre! Dice muchos “te
quiero” y se disculpa, se lamenta. Trata de mantenerme viva con sus frecuentes
“buenas noches”, aunque sé que ya no tiene caso extender algo que ya fue, que
se escapó y no volverá a ser.
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