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"La metamorfosis de Benicio Reyes"

Una mañana en que Benicio Reyes desayunaba junto a Patricia, su esposa; alcanzó a divisar una montaña de basura elevándose frente a la ventana. Perplejo ante la extrañeza, se dirigió hacia el monigote que se incorporó sobre la banqueta para marcharse. Entonces corrió despavorido y alcanzó a enganchar los dedos en la cuerda que aprisionaba la basura; jalándola hacia él y resultando en un derrumbe de incalculables envases plásticos de todas las formas y tamaños. Con el caos a sus pies, Benicio atisbó como un brazo sobresalía de entre la basura, revelándose el cuerpo de un hombrecito de complexión menuda, con más barba que presencia y unos ojos de mirada inquietante que le perturbaron la paz. Para pretender poseer las agallas
de las que carecía, le dio un puntapié a un envase que enseguida rodó hacia la carretera y se
extravió entre los matorrales, al igual que su paciencia.

—¿Qué demonios haces en mi propiedad?

Con recelo y desconfianza, el hombre de barba selvática lanzó un escupitajo grueso y
viscoso que se estrelló en el rostro torcido de Benicio, que desató en alaridos que hicieron que Patricia estirara el cuello para comprobar si semejante escándalo provenía de su marido. Dominado por la furia, Benicio se precipitó contra el extraño y lo sujetó de la muñeca,
concentrando toda su fuerza en agitar al hombre y obtener un deleitable asomo de terror.

—¡Yo solo recojo lo que debería de darte vergüenza! —exclamó el hombre, que mostraba los colmillos y se libraba de su rival.

Sobrecogido, al hombrecito se le erizó el alma y su columna se encorvó por motivo de
 su disgusto y humillación, entonces huyó lugar y dejó a Benicio expuesto ante las miradas de los vecinos que le condenaron el arrebato.
Benicio Reyes, un hombre con el sentido de la lógica presente en todo momento de su existencia, jamás pensó que el encuentro desagradable que experimentó esa mañana cambiaria irreversiblemente su perspectiva del mundo.

Requirió de una tremenda resistencia física para abrir la puerta que era obstruida por una fuerza superior; encontrándose con un muro inmenso de basura que se metía por la rendija de la puerta. Cientos de envoltorios de comida, latas de refresco y botellas de agua se extendieron en el patio de su casa hasta llegar a la carretera, provocando que los automóviles que transitaban por ahí nadaran entre basura.  Benicio se adentró en la multitud de plástico para nadar hasta su auto y huir velozmente a su trabajo.

Cuando el día vaciaba en los recuerdos su mala mañana, Benicio recibió notificación del extravió de una orden de miles de piezas médicas. Ordenó a todos en la fábrica a buscar en todos los rincones del lugar. Al límite de su capacidad para lidiar con el estrés, mientras iba de camino a su oficina para enloquecer, abrió la puerta de un almacén porque tuvo un presentimiento y descubrió la orden perdida frente a él. Cientos de bolsas resultaban en una montaña desproporcionada de utensilios médicos.

Fuera de sus casillas por haber sido el testigo del error, resopló irritado al instante en que se volvía hacia la puerta, y a un paso de salir en búsqueda de los responsables, fue detenido en seco por el crujido del estante metálico que sostenía la razón de su fastidio. Sus ojos y oídos fueron en búsqueda del origen del sonido, y al no repetirse, decidió seguir su camino. Su mano, a punto de girar la chapa, sería la única parte de su cuerpo que se asomaría de entre la aglomeración que estaba próxima a precipitarse sobre él. Fue entonces cuando una bolsa aterrizó violentamente en el suelo, provocando que sus compañeras le siguieran el paso y que, más como la ráfaga de una metralleta que como la consecuencia en el efecto dominó, azotaran y cubrieran el piso a sus anchas. El pequeño punto insignificante en que se resumió la existencia de Benicio frente a la tormenta de plástico fue cubierto de inmediato, hasta que se notó un brazo libre que percibía con la piel el ambiente del sitio; sensación de salvación que lo alentó para evitar caer en la perdición del mar desechable en el que se encontraba inmerso. Sufrió por mantenerse estable a causa de sus sedentarios músculos, pero después de unos minutos, más por miedo a la asfixia que por fuerza y valentía, fue capaz de resurgir de entre las bolsas como un niño que nace y se abre paso entre pliegues estrechos, guiado por el camino lógico que lo llevó a la salida. Con la vista y los sentidos adormecidos, vislumbró la distancia de su cielo altísimo hacia la puerta, cubierta parcialmente por las bolsas. Cuando al fin llegó a la puerta y la abrió, fue lanzado a presión hacia el exterior y vio la luz artificial de la fábrica. Todo a su alrededor le pareció insoportable, y de pronto, como volviéndole a nacer la consciencia, huyó amedrentado de aquella pesadilla gris y abominable.

Al entrar en su vehículo, sus ojos captaron el asiento trasero tapizado por basura que se desbordaban del asiento y atestaban los tapetes. Vuelto en la exasperación por haber visto y respirado suficiente plástico en solo un día, se bajó de la camioneta de un brinco, abrió la puerta trasera y se apresuró, con las rodillas en el estribo y el estómago sobre lo que quedaba de asiento, a lanzar toda la basura en el estacionamiento. Ya de camino, mientras aguardaba a ser atendido en la gasolinera para alimentar el tanque de ocho cilindros del vehículo en el que se movía, creyó que quizá el hijo de algún vecino le había jugado una broma.

Divagando y buscando explicaciones para su mal día, intentó distraerse al escuchar la radio, pero el sonido de un claxon tras él lo devolvió a la realidad. Observó por el espejo retrovisor el rostro de molestia del conductor tras él, y alarmado, pensó que seguramente algo andaba mal con el vehículo, así que se desvió de la carretera y se estacionó deprisa. Su rostro se arrugó de la sorpresa, y más que eso, en el terror y el hastío, en la interpelación de la mala suerte que anhelaba estuviera surgiendo en sus pesadillas, al lado de su mujer, mientras él dormía y trataba de alargar el tiempo en ausencia de la decepcionante vida; prolongando el sueño con tal de no pelarle el ojo a la existencia rutinaria. Pero no, de pronto la realidad de Benicio era una ficción. 

Una cola de basura parecía colgar del estribo trasero de la camioneta, así que Benicio fue en búsqueda del origen de aquello, pero no logró encontrarle razón o truco que le diera sentido y lógica a la situación. En el instante en que terminó de despejar las llantas, condujo en dirección a su casa con la esperanza de aclararse la mente después de una siesta.

Patricia cocinaba el desayuno y preparaba café cuando su marido apareció en la cocina a la mañana siguiente. Se veía ojeroso y agobiado, con el humor pernicioso y la mirada extraviada. Ella se sabía de memoria sus malos y sus buenos gestos.  Cuando Benicio tenía un mal día en el trabajo se le veía más fastidiado que preocupado; cuando estaba a punto de enfermarse de gripa o de cualquier otra casualidad del ambiente, ella lo descubría gracias a sutiles señales en su persona. En esa ocasión, no encontró indicio alguno que le diera una pista para atinar en su estado. Cuando ella llegó del trabajo la noche anterior y lo vio en la cama, ya dormitando y sin haberse duchado, aquella rareza le encendió las alertas. En los diez años de matrimonio, su esposo había sido metódico y sus hábitos nunca cambiaban. Despertaba, desayunaba mientras leía el periódico, se iba al trabajo y volvía antes de las seis. Cenaba, se duchaba y dormía mirando la televisión. Jamás cambiaba detalles en su rutina. Incluso en el sexo era predecible y ritualista. Besos y caricias, el acto propio de penetración y fin. Por eso le intrigaba su comportamiento, pues la mínima señal de cambio le daba la sensación de estar a punto de enfrentarse a algo negativo que desconocía.

En medio del desayuno, Benicio sintió que algo se arrastraba por las paredes de su garganta y lo ahogaba en el camino. Los gritos frustrados del hombre alertaron a Patricia, que con fuerza golpeó una y otra vez la espalda de Benicio. Las lágrimas se galopaban en las ojeras del pobre hombre que exploró su boca con los dedos y encontró el objeto de su ahogamiento. Tuvo que intervenir su esposa para sacar el tubo de goma y salvarle la vida. Benicio pudo tragar oxígeno cuando los últimos centímetros del tubo rozaron sus labios, y con los ojos llorosos y enrojecidos, atisbó asqueado la figura transparente en la mesa, envuelta en sangre y saliva.

Después de haberse visto a si mismo bajo una nube coronada de maldiciones, cuando volvió a sus casillas y su vista recuperó el enfoque, Benicio  comparó su experiencia con renacer; como si dentro de aquella transparencia se hubieran largado todos sus conceptos sobre la existencia humana, como si ese lapso en el que sus ojos se colmaron de blanco y los pensamientos se le saturaron del miedo, o su garganta atravesada y sus manos incompetentes, con los dedos brincando y extendiéndose con exasperación desde sus raíces, hubieran resultado en una reflexión inconsciente en donde la naturaleza y las culpas de su alma se expiaran sin dejarle poder ni cabida al egoísmo sobre su mente y corazón.

Hay eventos que son trascendentales en la existencia de un individuo. Esa escena, vista desde arriba, con los ojos del omnipresente Benicio que recordaba al hombre convulsionándose, carraspeando entre el ahogamiento, y a su mujer, nerviosa y petrificada; fue el nacimiento de una mejor versión de Benicio. Fue como sí el viejo e iluso Benicio saliera por la ventana para marcharse rumbo a la tierra de la maldad, al exterior enajenado que ignoraba todo y se dejaba llevar por la corriente, por la estructura de la hegemonía, por los preceptos de lo funcional y lo necesario. A partir de ese momento todos los sentidos del futuro Jesucristo de la naturaleza fueron en dirección al amor y el sacrificio.

En los andares de su jornada laboral de doce horas, Benicio se descubrió a si mismo molesto por situaciones que antes no le provocaban la mínima inmutación. Pasó por el área número uno y lo irritó el sonido de las minúsculas piezas plásticas que azotaban en los recipientes frente a los trabajadores de línea. También los aromas de los solubles tóxicos se intensificaron para su olfato. Fue como si sus ojos adquirieran una graduación especial para encontrarle todos los defectos y pecados a aquella fábrica.  La fábrica a la que le había dedicado veinte años de su vida paso de ser un orgullo a una gran pena, un sitio de doble moral, de descaró fenomenal debido sus contradicciones elevadas.

Al salir del trabajo, Benicio se dirigió al parque de la ciudad. Se sentó en una banca y comenzó a cavilar. El día estaba a punto de menguar y las palomas chocaban sus picos contra las banquetas, acabando con las migajas de pan que las personas dejaban a su paso. También admiró los árboles que le filtraban el oxígeno, y miró el pasto, inconstante sobre la tierra; adulterado por los glúteos y las rodillas que pasaban el rato sobre el.  Los botes de basura, colocados estratégicamente por todo el lugar, se veían vacíos e innecesarios, casi como una extravagancia del gobierno a exigencia de los fastidiosos ambientalistas. Fue testigo del acto inmundo de un infante que desenvolvía una golosina y que con descaro gritaba, “¡ay, se me cayó!” al mismo instante en que sus manitas maliciosas se desobligaban del empaque. También vio a la madre que presenciaba el acto y lo omitía sin la mínima amonestación. Aquello le pareció un acto común, visto a diario por sus ojos; pero observado, escudriñado y juzgado por su mirada del presente. Después de haber elaborado un análisis riguroso sobre sí mismo, decidió que los eventos surgidos en su vida eran señales del universo para que él, un infame conspirador de la naturaleza, se redimiera y le diera un giro radical a su existencia.

Comenzó haciendo pequeños cambios. Convencido de que cambiaría el mundo con sus nobles actos de reutilización, sorprendió un día a Patricia con dos termos para café: uno para el agua y otro para el café. Su esposa miraba los cambios en su marido como la faceta de un cuarentón en desgracia. Los medios de comunicación hacían campañas y ofrecían alternativas para reducir los residuos plásticos, por lo que cuidar el medio ambiente estaba muy de moda, pero nunca esperó que su marido pudiera prestarse a ese tipo de modas de conciencia.
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Un domingo, mientras hacían juntos las compras en el mercado, Benicio notó contradicciones e incongruencias en su filosofía de vida al ver los productos en su carrito revestidos de plástico; por lo que alivió su culpa al comprar bolsas de tela que solucionarían temporalmente su problema.

Benicio se sentía el peón en la expansión de un mundo consumista, avergonzado de despertar cada mañana para continuar contribuyendo en la muerte del mundo. Él no creaba, más bien destruía, y a pesar de que ayudaba en la elaboración de productos que salvaban vidas, ya ni siquiera sentía que esas existencias valieran totalmente la pena. De pronto cayó en una crisis existencial y se sintió como el hombre más desdichado e inconforme del mundo. Trabajaba por necesidad, pero aborrecía aquella gris prisión teñida con eslóganes perfectos que ocultaban, además de su misión de extinguir la vida natural, la explotación de miles de empleados victimas del maldito mundo capitalista del que todos, incluso él, eran esclavos.

Un día llegó a la conclusión de que ya no era suficiente dejar de consumir plástico. Decidió que si deseaba estar en armonía con el planeta tenía que dejar de consumir carne. No fue nada sencillo, pero lo logró. Primero abandonó el pollo y las carnes rojas, después, a pesar de la renuencia de su mujer, dejó el blanquillo y los lácteos.

Patricia se negaba a adaptarse a la nueva forma de alimentación de su marido, pero él, feliz y pleno en ese único aspecto de su vida, se escudaba de su mujer al narrarle el infierno que las industrias y criaderos le hacían pasar a los animales, y aseguraba que los embutidos causaban cáncer, que el pollo tenía exceso de hormonas y que la carne tenia clembuterol, pero nada de eso hizo que Patricia comprendiera sus motivaciones. 

En su tiempo libre Benicio comenzó a explorar un bosque ubicado a las afueras de la ciudad. Podía pasarse el día entero caminando entre hojas secas, con el aroma de la tierra húmeda al amanecer nublado y las sombras de los árboles que espesaban el aire y liberaban el ambiente cuando el sol incipiente ansiaba proyectarse sobre el paso de los exploradores. Era devoto admirador de las flores y le encantaba, en sus momentos más iluminados, abrazar el tronco de los árboles para sentirse en auténtico contacto con la naturaleza. Durante la primera semana de haber estado frecuentando el bosque, decidió que llevaría a Patricia, pero a ella le faltaba mucho afinamiento auditivo para apreciar el canto de los pájaros, y el viento que provocaba bailar a los árboles le ponía la piel de gallina.  En la noche, ya dentro de la casita, cuando Benicio quería hacerle el amor a su esposa con la luna reflejada en el rostro de él y la espalda curvada de ella, Patricia se quejó de los mosquitos y se puso el abrigo, cubriendo su poca soltura y acabando con los sueños espirituales de Benicio. Cuando él trató de despertarla para que apreciaran juntos el amanecer, prefirió dormir un poco más, pues cegada por el sueño, alegaba que las piedras debajo de la casita de acampar se le había clavado en la carne durante toda la noche, secuestrándola del sueño la incomodidad. Después de esa ocasión, Patricia no volvió al bosque. Prefería dejarle libres los fines de semana a su esposo y dejárselos libres a ella de aquel loco harapiento que había envuelto a su Benicio en una crisis de identidad.

Patricia terminó enfermando de los nervios cuando su marido cambió de turno en el trabajo para unirse a un grupo de apreciadores de aves. Podía pasarse horas admirando los movimientos y el vuelo de las aves, envidiando su libertad y presenciando su gloria. Esos constantes viajes eran su escape de una realidad que aborrecía.

Para Benicio, el encuentro con aquel hombre había sido la mejor de las maldiciones. En pocos meses los propósitos de toda una vida se redefinieron, y de alguna extraña manera, gracias a ese mágico evento, todos los sueños le habían cambiado. Ya no ambicionaba tener el puesto que siempre había perseguido, ni anhelaba adquirir la mansión que soñó cuando recién se casó, ni tener objetos valiosos decorando su sala, revestidos de petróleo y esclavitud. Benicio había aprendido el arte de la austeridad. Se negaba a comprar cosas innecesarias, incluso había decidido por convicción propia utilizar los mismos zapatos sin preocuparle el evidente desgaste; hasta que se le asomaron los dedos y Patricia lo llevó por la fuerza a la tienda de caballeros. Si bien le había dicho un “no” rotundo a cada par que le mostraba su esposa, había salido revestido de cuerpo y armario con camisas de algodón orgánico y pantalones de poliéster reciclado, pues recordaba haber leído en algún blog ecológico que esas eran las telas más amigables con el medio ambiente. En uno de esos sitios de internet también había leído que la mayor parte del café que consumía era la razón de explotación infantil y esclavitud en países como Kenia y Etiopía; por eso dejó de consumirlo y prefirió dormir más horas como solución a sus bostezos. También dejó de consumir las verduras del mercado, por lo que extendió un manto inmenso de buena tierra en su patio para cultivar sus propias verduras, pues no era secreto que los vegetales y los frutos del mercado tenían pesticidas.

Patricia lamentaba la rapidez con la que su marido se transformaba en alguien que desconocía. Había preferido la bicicleta que el automóvil y terminado con sus largas duchas en la regadera. Una noche antes de dormir, recostada encima del juego de colcha que su marido aun no sustituía por hojas de palma tejidas, Patricia lo observó frente al espejo del tocador, aplicándose el desodorante de aceite de coco libre de químicos que él mismo preparaba, y comenzó una conversación sin retorno. Le habló sobre una supuesta amiga suya que añoraba quedar embarazada y no podía. Patricia relató la historia propia, los anhelos de su corazón, en una situación hipotética que Benicio creyó ajena a su matrimonio. Por eso cuando ella le pidió su opinión respecto al tema y él le dio una insensible respuesta, el amor que ella le tenía se esfumó para siempre.

—Los hijos son para gente egoísta que odia el planeta. Tu amiga tiene suerte de no poder quedar embarazada. —respondió el marido para dar por concluida la conversación.

Patricia hizo sus maletas un día después, partiendo cuando su marido había salido a su
viaje por el bosque. Sin mirar atrás, la compañera de Benicio no derramo lágrimas. Ella le había llorado por última vez la noche anterior, mientras él se sumía en un sueño profundo. Decepcionada y convencida de que aquel no era su marido, se olvidó de él para siempre.

Después de su abandono Benicio cayó en una depresión profunda y lo echaron del trabajo al cometer constantemente errores que afectaban la eficiencia de la fábrica. Desempleado y con una vida dedicada al reciclaje, pasaron semanas para que dejara de extrañar la presencia de su mujer y comenzara a notar los beneficios de haber sido dejado. El armario al fin estaba libre de las pieles y las lentejuelas brillantes de Patricia. Ya no estaba ella al costado de la cama, ojeando su revista semanal de moda y deteniéndose en los anuncios publicitarios para que el brillito chillante de sus ojos gritara que deseaba la crema para arrugas testada en animales del diseñador más renombrado de Paris. En lugar de acrecentarse los huecos de su soledad, Benicio vio todo lo obtenido una vez que ella se marchó. Sin malas vibras ni desánimos, el hombre ya no tenía limitantes. El microondas cancerígeno, los objetos inservibles que adornaban la sala y el resto de las cosas de su ex mujer las colocó afuera de la casa para que alguien se las llevara.

Pasaba las tardes sin pensar en el futuro, devoto a su huerto y regando el rosal que Patricia hubiera ahogado de no ser por él. Adquirió una vieja máquina de coser en una casa de empeño para remendar su ropa. Si bien sus remaches eran irregulares, Benicio sentía que transformaba el mundo mientras hilaba, cortaba y subía bastillas, parchaba camisas y zurcía botones. De pronto ya le parecía estúpida la filosofía consumista de la humanidad.

Mientras la ciudad entera se quejaba por las últimas tormentas de lluvia que inundaban las calles, Benicio disfrutaba en plenitud las gotas gordas que azotaban sobre su piel mientras bailaba en el patio, con cántaros rebosantes de agua alrededor de la pista. Gracias al llanto constante del cielo, Benicio dejó de ir al mercado a comprar agua natural, utilizando la recolectada para saciar sus necesidades y las de sus plantas. Se había convertido en un ser ermitaño de barba selvática, con diez kilos menos y los ojos saltones. Incluso el grupo de personas con los que observaba aves se alejó de él, pues les parecía enfermo y mugriento, así que los viajes al bosque los hacia solo, estrechando su relación con la naturaleza y sintiéndose más afín a ella.

Un día, al recoger un tomate maduro del huerto y observar la raíz, sintió que el vegetal se pudría sobre su mano y desfallecía, latiendo débilmente entre sus dedos. Vida roja, con semillas, venas y sangre como la de todo ser vivo, surgida de una semilla como esperma que se implanta en la matriz de una mujer y da vida al cigoto, y luego a la criatura, pero una respetada por ser del humano y la otra, de la madre tierra, privada de la vida para servirse en la mesa y ser llevada a la boca del que condena el asesinato.

Si él no recolectaba los vegetales, con las semanas se secarían o pudrirían, pero ¿no era acaso lo mismo con la vida humana? en ese sentido, cualquiera podía arrebatar una existencia humana, pues tarde que temprano, también terminaría exánime en el suelo, con el núcleo de su corazón muerto y los miembros tiesos. Y de esa manera transcurrían los días para Benicio, cuestionando todo acerca de la existencia humana, desde la tóxica cadena alimenticia, hasta el cruel acto de acabar con una vida. Todo lo que surgía de la tierra era explotado por los de su especie, seres inútiles, sin colmillos para defenderse ni alas para emprender el vuelo. Lo único que los volvía un poco superiores del resto de los animales era la maldad, pues con la evolución del homosapiens a hombre, los humanos se volvieron debiluchos, de manos delicadas y huesos frágiles. Después había aparecido la complejidad intelectual, esa que les cegó la humildad y los hizo sentir superiores del resto de las especies, adquiriendo sistemas políticos para el control de otros humanos de inferior inteligencia, para imponerse y abrirse paso en la tierra, cultivando alimento con el que después lucraría al desbordarse este de sus manos, y así construir con el tiempo fabricas del infierno, con sus gases tóxicos nublando el cielo azul y sus químicos tiñendo los océanos. A lo que le nombraron “progreso” con sus adquisiciones para cubrirse las infamias velludas de la piel, se volvió basura de la que se quejaron hipócritas, como mustios que omiten su naturaleza malévola. Se comían la vida animal, la violaban, les erradicaban los ciclos naturales y los volvían híbridos para satisfacer las necesidades del mercado mundial. Talaban árboles para escribir sobre el papel sus insignificancias y luego sentirse sabios leyendo sus libritos creados con el sacrificio de un bosque, y que luego, idiotas y conscientes hasta donde la capacidad les alcanzaba, se van a dormir entre almohadas de pluma, pero felices de haber usado cepillo de dientes con tronco de bambú y pasta de dientes de menta orgánica.

Al renunciar al alimento, Benicio apenas tenía fuerzas para salir, con sus piernas débiles y la boca extendida en dirección al cielo, atrapando la ráfaga de gotas que entraban por su garganta y saciaban su hambre. Cuando sus fuerzas ya no le permitieron mantener a flote la casa, pasaba los días recostado en la cama, con los ojos hacia el techo y el pecho desnudo que gimoteaba, vestido únicamente con los calzoncillos de algodón que bailaban sobre sus delgadas caderas. Ya se le había vuelto costumbre alimentarse la piel y el alma con los rayos de sol que atravesaban la ventana todos los días, a las cinco de la tarde, proyectándose intensamente antes de ocultarse en el cielo nocturno. De pie frente a la ventana, con el sol resplandeciendo sobre su desnudez, admiró al anciano caminando con la mismísima inmensidad plástica sobre su espalda. Benicio juntó las pocas fuerzas que le quedaban, y al natural, con los glúteos al aire y la esperanza de alcanzarlo, cruzó la puerta por primera vez en semanas y siguió a paso lento el camino del hombre. Caminaron un rato hasta llegar al hogar del anciano; el sitio al que escapaban todos los rebeldes de la vida. El mundo de quienes se rindieron o fueron rendidos. El predecible hogar de las victimas del mundo: el basurero social, la pena del gobierno y la omisión de los ciudadanos que caminaban por encima, con sus problemas insignificantes y sus pies de plomo. El anciano vivía debajo de un puente, junto a otros pobres inmundos. El hombre se detuvo al llegar, pues era consciente de que Benicio lo había estado siguiendo. Volteó a verlo y enseguida, con sus brazos cortos de creatura, abrió la puerta de su choza de plástico. Benicio atisbó la obra de
arte reciclada y al fin comprendió el motivo de todas las recolecciones de aquel sabio.

—¿Qué le hiciste a mi mente? —lo interrogó Benicio.

—Te liberé —respondió el anciano con frialdad.

Al verse sumido en total confusión, Benicio corrió hasta llegar al bosque y se sumergió
en su inmensidad. Fue como si la naturaleza lo reclamara. De pie, con los ojos cerrados y los brazos extendidos, su corazón se colmó de felicidad. Los árboles, en medio del canto y la fuerza del viento, extendieron sus hojas y sus ramas ante el milagro que se desarrollaba en el escenario, bajo los últimos rayos de luz evocados por el sol. Las raíces de las plantas, de los árboles y de las viejas almas verdes encontraron el camino debajo de la tierra, brotando salvajes de los poros de la tierra. Una enredadera verde aprisionó los pies del humano y enseguida, al no ver protesta alguna, se abrieron paso sobre sus piernas, tapizando sus caderas con ramas y hojas del verde de la vida. Con la mirada y los sentidos iluminados, la desnudez del hombre había sido oculta por un manto de naturaleza celosa cuyas raíces ansiosas lo abrazaron con fuerza y lo arrastraron sobre el suelo. Las costillas se le quebraron, pero la anestesia de la gloria le apagó los sentidos del dolor, quedando solo encendidos aquellos que le propiciaban placer. Antes de que sus ojos fueran sepultados por la tierra, Benicio admiró proyecciones de toda su vida en el cielo, todos recuerdos nítidos de la destrucción y del consumismo inevitable. Toda su estancia en el mundo había sido un cáncer, el verdadero yugo de los habitantes originales del planeta.

Él, tocado por la conciencia y el amor, había renunciado al objetivo de su existencia, imponiéndose sobre sus comodidades, deseos carnales y las debilidades apremiantes que albergaba como humano defectuoso. No era suficiente la muerte social para que Benicio se sintiera en plenitud y armonía con la naturaleza, pues su propia existencia física ya significaba la extinción gradual de todo lo que adoraba. Por eso se dejó llevar por el cosquilleo en sus pies y le cedió su cuerpo a la naturaleza a la que tanto le había robado. Esa misma tarde, cuando no quedaba rastro de humano y el alma de Benicio se había fusionado con el aire, dejó de ser un colonizador más del planeta. Cuando el bosque fue iluminado por la mañana, una alfombra de coloridas flores cubrió el suelo que había exigido el cuerpo de Benicio Reyes, inmortalizado por siempre en la naturaleza.






1919 Male Nude in the Woods
 oil on canvas 160 x 110 cm
Edvard Much.






Comentarios

  1. Sin duda alguna, ¡esto es un tesoro!
    Tanta sabiduría, sensatez y realismo que te traslada inmediatamente a un mundo de reflexión sin igual en este escrito, es grandioso.
    Sin duda alguna, lo Mejor que eh leído.

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  2. Me encanta, que orgullo tener una amiga tan tanlentosa!! Felicidades hermosa <3

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